Siempre he reiterado que en esta ciudad hay dos alternativas de ocio: bares y cine cutre. Sin embargo, existe otra que he mantenido en el olvido por un claro motivo. Si en esta maldita ciudad un jaenita de a pie decide tomarse una caña en un bar todo son facilidades: su mujer se lo permite, los amigos están siempre dispuestos e incluso su jefe le deja salir antes del trabajo. Sin embargo, cuando alguien opta por completar la trinidad de ocio jienense, hacer deporte, todo son trabas. Y en esta historia que me sucedió el viernes pasado lo que quiero dejar reflejado:
Vamos a organizar un partido de fútbol. Sé que cuesta, pero hay que hacer deporte antes de empezar la operación abrigo. Puede que llueva, por lo que habrá que reservar un pabellón. Recuerdo que Jaén tiene cuatro públicos, por lo que optaré por La Salobreja que acumula tres. Haré la reserva de forma online, que es más cómodo. Encuentro la página web de las instalaciones deportivas y no veo el botoncito para reservar. Busco, busco y rebusco. No encuentro nada. Bueno, supongo que soy un torpe con la informática, ya que me paso delante de ordenador tan solo 10 horas al día. Decido llamar por teléfono para hacer la reserva y me informan de que la única forma de alquilar una pista es pagar por adelantado en taquilla.
Como vivo en el norte de Jaén, cojo mi coche y me dirijo hacia La Salobreja. Pienso que es divertido que cambien la dirección de las calles cada dos semanas, así no aburres conduciendo mientras te cagas en la puta madre de los responsables de esto. Llego a la taquilla y un señor calvo con una amabilidad distraída me comenta que quedan menos pistas libres de las que me había dicho por teléfono. Y es que he tardado veinte minutazos. Sospecho que ha bloqueado unas pistas para sus conocidos, aunque después caigo en la cuenta de que estoy en Jaén y eso nunca pasaría. Me cobra 18 euros por el pabellón central, justo dónde juega el Fuconsa, el equipo de fútbol sala más importante de Jaén. Mola.
Voy a ponerme a buscar a gente para el partido. Sorprendentemente algunos están de resaca, a otros le duele la rodilla porque hace cinco años corrieron durante diez minutos y se lesionaron de forma crónica y el resto me dice que La Salobreja está muy lejos. A duras penas consigo juntar dos equipos. Llegamos al pabellón y en la puerta nos encontramos al calvo diciendo que no podemos jugar, que nos hace un vale. Pues vale. Me asomo a la pista y observo que la banda izquierda está anegada de agua y algo parecido le sucede a la derecha. Me maldigo por no haberme traído la canoa.
Repaso y no alcanzo a entender por qué cobran 18 euros por un pabellón en el que no se puede jugar en invierno por las lluvias y en verano porque se convierte en un horno. Antes de salir tengo un enganche con dos mujeres orondas vestidas de verde. Las miro y pienso que son las mismas comepipas que se negaron a inflarme un balón en Las Fuentezuelas porque estaban sentadas cotilleando en un banco. Recogemos los bártulos y quedamos para ir a un bar, que allí no llueve. Al menos siempre nos quedará esta historia para repetirla mientras nos emborrachamos. Y es que todos saben que el pabellón de mi Salobreja es particular, cuando llueve se moja, no como los demás.